sábado, 21 de abril de 2007

La picaresca española: Nuestro mayor orgullo, nuestra mayor vergüenza.

España es un país de extremos: Norte- Sur, izquierdas- derechas, ciudad-campo, rojos-azules, centro-periferia… y así podríamos seguir hasta la saciedad. En pocas cosas nos ponemos de acuerdo los españoles excepto para apoyar al equipo nacional en los mundiales de fútbol, o para salir de viaje todos a la vez en los puentes y vacaciones y colapsar las carreteras. Igualmente son habituales las discrepancias a la hora de definir al españolito de a pie: los catalanes son tacaños, los gallegos enrevesados, los andaluces vagos, los madrileños chulos, los vascos brutos, los canarios pausados, o al menos eso es lo que establecen los estereotipos y los numerosos chistes (desafortunados en gran parte) que circulan por la geografía hispana. Pero saliéndonos de los localismos ¿Cómo es el español medio? Hace 40 años, en tiempos de difusión de nuestro icono patrio Alfredo Landa por “ultramar”, podíamos pensar que bajito, moreno, peludo y campechano, pero ¿Cómo somos ahora?.

Si hay algo que nos une desde tiempos inmemoriales y nos define como nacionales de este país tan curioso es la llamada “picaresca”, tan bien plasmada en el género literario que lleva el mismo nombre con personajes como el Buscón don Pablos, de Quevedo, el Lazarillo de Tormes, de…de…(es el momento en el que el personaje famoso idiotizado de turno dice “De Velázquez”, ante la pregunta de un malintencionado reportero ) de vete tú a saber quien, o el pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán.


Los tiempos cambian, los españoles se hacen más altos, menos peludos y más sofisticados, pero en pleno siglo XXI la picaresca sigue contando con tanta vigencia y práctica como antaño, sino más. Y es que no hay otro lugar en el mundo donde la frase “quien hace la ley hace la trampa” cobre mayor sentido. Lo que en nuestro país es un modus vivendi en otros es algo incomprensible y la verdad, no sin razón. En Inglaterra no piden ningún documento de identificación a la hora de pagar con tarjeta en una tienda y se puede vivir sin trabajar con una ayuda del Estado (“benefit”) que incluye el pago del piso y una cantidad adicional. En Finlandia no hay prácticamente mecanismos de seguridad en los supermercados, ni vigilantes. En Escocia uno puede sacarse algo llamado la “condom card” y conseguir preservativos gratuitos en diferentes puntos de la ciudad de Edimburgo, sin nadie que controle si vas sólo a uno de los centros especializados para el caso o te recorres todos los que hay en la urbe cada día haciéndote con un cargamento de profilácticos. ¿Os imagináis, amigos esclavos del sueño, lo que haría un español pícaro hasta la médula en estas tres situaciones? Por supuesto. Si no por vosotros porque conocéis a alguien con esa jeta característica, con cara, con morro, con picardía, con perspectiva de “negocio”, sin vergüenza o sinvergüenza, según se mire.

El pícaro podría ser definido como aquella persona que se vale de la astucia, el engaño o incluso la estafa para obtener algún tipo de beneficio de una situación, pudiendo ser éste de mayor o menor grado, actuando de dicha forma por motivos relacionados con la necesidad o, simplemente, por falta de escrúpulos. El caso es que en España últimamente ha proliferado el tipo de picaresca que se lleva a cabo más bien por el segundo motivo -a veces, hasta llegar a hablar en términos de corrupción o de delito grave- por causas no relacionadas con la carencia, sino más bien con el deseo de enriquecerse o de ascender en la escala social.

En la novela picaresca del siglo XVI y XVII se concebía al personaje del pícaro como alguien de muy bajo rango social o estamento y que descendía de padres sin honra, marginados o delincuentes. Los mayores “picaruelos” que hoy pueblan nuestra piel de toro, por el contrario, son los políticos y los grandes empresarios, entre los que se encuentran numerosos especuladores, estafadores y ladrones, gente no de bajo rango social o estamento pero sí de bajo rango moral o ético. Algunos los consideran más que hijos de padres sin honra, hijos de mala madre…

Hemos empezado por las alturas, pero aquí nadie se salva. Quizá porque en España ha habido necesidad durante muchos años (y no hace tanto, recordemos, de los tiempos de pobreza y hambre padecidos en la Guerra Civil y posguerra), la picaresca sigue siendo algo que parece ir de serie en el españolito de hoy, aunque éste individuo vaya a trabajar todos los días trajeado de Armani, conduzca un Mercedes, viva en un triplex en el centro de Madrid y coma un menú diario de no menos de 20 euros. El pícaro es elogiado y el que no tiene picaresca acusado de tonto. El que no roba, no defrauda con los impuestos, o no se escaquea del trabajo, es, no un ciudadano honrado, sino más bien un bobalicón. La gota que colma el vaso es el tema de la vivienda, donde los “picaruelos” campan a sus anchas sacando a la venta locales como viviendas, cobrando en dinero negro, vendiendo pisos de protección oficial recién adquiridos por el doble de su valor, construyendo con los materiales más baratos y menos resistentes que hay, y no sigamos porque la lista es interminable si hablamos del negocio inmobiliario.

Contamos nuestras hazañas picarescas a nuestro congéneres con el mayor orgullo, relatando esa vez que obtuvimos una beca de movilidad en la universidad viviendo a 10 minutos andando de la misma, aquella otra en la que aparcamos en una plaza de minusválidos y salimos cojeando para disimular o la otra en la que nuestro amigo mecánico trucó el cuentakilómetros de nuestro coche para que lo pudiéramos vender con menos kilometraje del que había recorrido, y por tanto, más caro. Actos inmorales, indecentes o incorrectos, se magnifican así y son alabados, sin pensar en la responsabilidad que conllevan para con los demás.


Hay que denunciar los abusos al ciudadano de aquellos que ejercen la picaresca para lucrarse o beneficiarse a costa de los otros, pero, también hay que reconocer que este hábito tan ibérico también tiene su vertiente simpática, positiva en cierta medida, en relación a que es una muestra de ingenio, de inteligencia, que está presente en nuestra sociedad como una forma de rebelión frente al poder establecido. Y es que como decía unas líneas más arriba los que mandan hacen la ley y nosotros, los españolitos, la trampa. Que establecen un sistema de puntos que se van restando al cometer infracciones en la conducción, pues la gente va y vende los puntos de su abuela (que lleva 30 años sin conducir) a quien los necesite. Que ponen parquímetros por toda la ciudad para que nos dejemos los cuartos por aparca, pues nos inventamos los llamados “parking piratas”, situados en descampados, principalmente. Que tienes una boda y no tienes dinero para comprarte un traje, pues te vas al Corte Inglés, te compras uno caro y de marca y tras el bodorrio lo devuelves tan pancho, arguyendo que con la luz de tu casa el color no te gustaba. Podríamos seguir y seguir enumerando argucias, ardides y triquiñuelas, e incluso escribir un libro entero con la cantidad de actos de este tipo que cometemos los españoles a lo largo de nuestra vida. No neguemos la evidencia, reconozcámoslo. Podemos presumir de que en el fondo somos únicos en todo el mundo. Los japoneses son trabajadores, los ingleses puntuales, los italianos elegantes, los americanos ambiciosos, los chinos educados y los españoles para bien o para mal…pícaros, muy pero que muy pícaros. Al fín y al cabo ¿Para qué queremos ser trabajadores, elegantes o educados si podemos utilizar nuestra picaresca ibérica para aparentar que lo somos?

"En toda negociación, el hombre honrado está destinado a llevar la peor parte, mientras que la picardía y la mala fe se apuntan finalmente los tantos" (MIKA WALTARI)

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